jueves, 7 de mayo de 2009

Desperté y la almohada yacía empapada de sudor. Busqué tus manos, tu aliento, tus ronquidos. Y no estaban. Encendí la luz y vi al silencio, haciendo ruido entre las cuatro paredes de mi habitación, vestido con sus mejores galas y acompañado de doña Soledad. Y entonces supe que te habías ido.
Me tapé. Hasta el cuello. Y escuché la melodía que a través de mi ventana, la lluvia, la noche, las estrellas y el cielo me dedicaban la madrugada en la que te fuiste sin decirme nada, sin querer decirme nada, de la mano con tu orgullo y tus vanas palabras. No quise escuchar otra cosa. Ni mi vacío, ni mis lágrimas, ni lo poco que me quedaba después de que tú, en tu maleta, te llevaras mis sueños, mis besos, mi corazón, mi tiempo y mi vida...